Estaba él con sus papeles, con una pluma entintada en su mano izquierda, era zurdo. En la otra tocaba el papel, sentía su textura, lo rozaba como fina seda egipcia, y volteaba hacia la ventana. Estaba abierta, y no corría una ráfaga de viento otoñal, sin embargo se paró, como en búsqueda de una excusa para dejar los papeles y justificar su bloqueo mental.
Al asomar su cabeza, desde el tercer piso de su departamento en los suburbios, terminaba con todo el silencio en su habitación. Eran dos mundos totalmente diferentes, la paz y el desorden.
En la calle, una fila de autos encaminados a la nada misma, bocinas bocinazos, puteadas de varios colores. Pero nada cambiaba, los autos seguían ahí, y nunca se movían. En la vereda, la vecina comprando el pan justo pasaba con su carrito color verde. En frente, un vagabundo pidiendo en el mercadito chino, mientras tres perros mal alimentados esperaban afueras esperanzados por un poco de comida, aún más que el vagabundo, que de harapos vestía.
Y él, que seguía en su ventana, contemplando lo que había afuera, desesperanzado y desmotivado, acomoda la cabeza en su puño y la deja caer con desgano. Y ahora vuelve a mirar, parece que los autos se mueven, pero no es así, solamente transitaron un centímetro y nuevamente las bocinas rompen el silencio.
Tomó con frialdad sus hojas, dejó su pluma, agarró una lapicera, azul por preferencia, y bajó las escaleras dejando su departamento solo.
Se adentró en aquel mundo que miraba con desgano desde el tercer piso, y ahora caminaba, como bebé dando sus primeros pasos, era toda una aventura. Temeroso y sigiloso, resguardado en su rango visual, no movía la cabeza, tenso totalmente caminaba y caminaba, sin destino aparente.
Al pasar por el mercadito, los perros del vagabundo comenzaron a seguirlo. Cuando éste se percato, entró en pánico, aceleró su paso, y los dejó atrás.
Se topó con una arboleda en la plaza central, se sentó en el banco despintado, dubitativo por cierto. Tomó nuevamente sus hojas, pero nada, otra vez. Miraba a los costados, pensativamente, al niño en el columpio, a la soltera de enfrente, otra vez al niño, que ahora yacía caído en el suelo llorando desconsoladamente por un raspón que casi ni se veía.
Y es que solo por su mente pensaba en la sociedad primitiva en la que estaba inmerso, nada lo inspiraba, nada lo apasionaba. Su hoja seguía en blanco.
Se levantó furioso, y volvió por el mismo camino. El niño seguía llorando. La solterona aún estaba ahí.
Otra vez las bocinas a lo lejos, indicaban que iba por buen camino. Se percató de que los perros seguían tendidos en la puerta del mercadito chino. Frustrado, sabiendo que no podía evitarlos, ya que era imposible cruzar la calle por la cantidad de autos que la bloqueaban, siguió caminando. Pero los perros esta vez, no lo siguieron, ni lo miraron acaso.
Victorioso, siguió caminando, hasta llegar a su puerta. No pudo introducir la llave, prácticamente no calzaba de ninguna manera. Justo llegaba su vecina, que la abrió, pero ni siquiera lo saludó. De todas formas, aún enojado, no presto atención de tales irrelevancias.
Al llegar al tercer piso, no pudo abrir la puerta de su departamento, el de la letra B, por cierto. Una sonata de barbaridades ahora acabaron con el silencio en el edificio de aquel suburbio, sin embargo nadie salió, nadie se quejó, nadie dijo nada. Con la paciencia ya perdida, le dio una patada y puedo ingresar. Al mirar la cerradura, se percato de que no estaba con llave.
Ya alterado y ofuscado, se sienta nuevamente. La pluma entintada estaba en el suelo, y la miró con desprecio, es más, no se molestó en agarrarla. La hoja seguía en blanco, y la ventana ahora estaba cerrada. Se acercó para abrirla, pero no pudo de ninguna manera.
Volvió al escritorio, y el papel ya no estaba, ni la lapicera, ni la idea más vaga.
El, había muerto.
Al asomar su cabeza, desde el tercer piso de su departamento en los suburbios, terminaba con todo el silencio en su habitación. Eran dos mundos totalmente diferentes, la paz y el desorden.
En la calle, una fila de autos encaminados a la nada misma, bocinas bocinazos, puteadas de varios colores. Pero nada cambiaba, los autos seguían ahí, y nunca se movían. En la vereda, la vecina comprando el pan justo pasaba con su carrito color verde. En frente, un vagabundo pidiendo en el mercadito chino, mientras tres perros mal alimentados esperaban afueras esperanzados por un poco de comida, aún más que el vagabundo, que de harapos vestía.
Y él, que seguía en su ventana, contemplando lo que había afuera, desesperanzado y desmotivado, acomoda la cabeza en su puño y la deja caer con desgano. Y ahora vuelve a mirar, parece que los autos se mueven, pero no es así, solamente transitaron un centímetro y nuevamente las bocinas rompen el silencio.
Tomó con frialdad sus hojas, dejó su pluma, agarró una lapicera, azul por preferencia, y bajó las escaleras dejando su departamento solo.
Se adentró en aquel mundo que miraba con desgano desde el tercer piso, y ahora caminaba, como bebé dando sus primeros pasos, era toda una aventura. Temeroso y sigiloso, resguardado en su rango visual, no movía la cabeza, tenso totalmente caminaba y caminaba, sin destino aparente.
Al pasar por el mercadito, los perros del vagabundo comenzaron a seguirlo. Cuando éste se percato, entró en pánico, aceleró su paso, y los dejó atrás.
Se topó con una arboleda en la plaza central, se sentó en el banco despintado, dubitativo por cierto. Tomó nuevamente sus hojas, pero nada, otra vez. Miraba a los costados, pensativamente, al niño en el columpio, a la soltera de enfrente, otra vez al niño, que ahora yacía caído en el suelo llorando desconsoladamente por un raspón que casi ni se veía.
Y es que solo por su mente pensaba en la sociedad primitiva en la que estaba inmerso, nada lo inspiraba, nada lo apasionaba. Su hoja seguía en blanco.
Se levantó furioso, y volvió por el mismo camino. El niño seguía llorando. La solterona aún estaba ahí.
Otra vez las bocinas a lo lejos, indicaban que iba por buen camino. Se percató de que los perros seguían tendidos en la puerta del mercadito chino. Frustrado, sabiendo que no podía evitarlos, ya que era imposible cruzar la calle por la cantidad de autos que la bloqueaban, siguió caminando. Pero los perros esta vez, no lo siguieron, ni lo miraron acaso.
Victorioso, siguió caminando, hasta llegar a su puerta. No pudo introducir la llave, prácticamente no calzaba de ninguna manera. Justo llegaba su vecina, que la abrió, pero ni siquiera lo saludó. De todas formas, aún enojado, no presto atención de tales irrelevancias.
Al llegar al tercer piso, no pudo abrir la puerta de su departamento, el de la letra B, por cierto. Una sonata de barbaridades ahora acabaron con el silencio en el edificio de aquel suburbio, sin embargo nadie salió, nadie se quejó, nadie dijo nada. Con la paciencia ya perdida, le dio una patada y puedo ingresar. Al mirar la cerradura, se percato de que no estaba con llave.
Ya alterado y ofuscado, se sienta nuevamente. La pluma entintada estaba en el suelo, y la miró con desprecio, es más, no se molestó en agarrarla. La hoja seguía en blanco, y la ventana ahora estaba cerrada. Se acercó para abrirla, pero no pudo de ninguna manera.
Volvió al escritorio, y el papel ya no estaba, ni la lapicera, ni la idea más vaga.
El, había muerto.